Palabras Aladas

Crónicas a través de Latinoamérica


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Cancún, un pequeño paraíso

Apenas entro al aeropuerto, Cancún me hace sentir que estoy en una ciudad millonaria y dedicada al turismo de primer nivel. Las nacionalidades de quienes esperamos en la fila para hacer los trámites migratorios son incontables. Arriesgo que hay asiáticos de más de cinco países distintos. Por lo menos dos japoneses y un tailandés, con quienes viajamos desde La Habana. Mucha cara de árabe, mucha lengua rara. También muchísimos brasileños y españoles, creo que los dos que más alto hablan en este bochinche. Uno de los japoneses junto a los que caminé después de bajar del avión estaba viajando alrededor del mundo. Se le notaba por la manera en la que iba vestido, por el andar, por el color que tenían sus brazos y su cara. Me le acerqué para corroborar si mis presunciones eran ciertas.

–¿Viajando hace mucho, amigo?

–Hola –y sonríe–. Año medio. Ahora México Belice.

–Eso suena muy interesante. ¿De dónde es usted?

–Japón, Japón. Sí mucho llamativo, mucho naturaleza en México Belice.

Su cara era pura amabilidad, pero también mostraba un gran cansancio. Me alejé regalándole una última sonrisa y deseándole suerte. No volví a verlo desde entonces. Quería recordar ese pequeño diálogo porque fue muy importante observar el semblante de ese viajero trajinado y tranquilo. Su serenidad es alentadora.

 

Llegué aquí a fines de diciembre, y durante los primeros días tuve la gratísima posibilidad de hospedarme en el departamento de Anahí Maldonado, una contadora catamarqueña que vive hace siete años en este bello rincón mexicano y que me recibió con los brazos abiertos. A ella debo no sólo la estadía en su casa, sino también los primeros consejos sobre esta ciudad, además de muchos comentarios tranquilizadores antes incluso de que comenzara el viaje.

No podía, sin embargo, quedarme durante tanto tiempo en lo de Anahí, así que comencé por buscar un trabajo con el cual incrementar mis alicaídas arcas monetarias. Muy pronto, durante una tarde en un hostel donde charlábamos y tomábamos tequila con tres chicos de San Diego y una chica de Jalisco, surgió una posibilidad: Carla –la chica de Jalisco– trabajaba en Señor Frog´s, una cadena internacional de bares, y podía conseguirme una entrevista ahí.

Me presenté al otro día con una barba de más de una semana, sin saber que iba a desaparecer en las próximas horas. Me recibió Alex, el gerente de la franquicia que la cadena tiene en Cancún, una de las más “fuertes” del país. Le bastó saber que manejaba el inglés para decirme que estaría a prueba por un tiempo. Debía presentarme al otro día con jeans y zapatillas blancas, y rasurado completamente. “¿Aunque sea día de por medio me podré afeitar?”, fue lo primero que pregunté cuando conocí las nuevas condiciones, pero quien sería mi nuevo jefe –un colombiano joven, comprensivo y muy inteligente– me aclaró los tantos con una imitación graciosa y a la vez estúpida que tienen en México de los argentinos: “rasurado a cero todos los días, boludo”. Eso fue antes de Navidad, y desde entonces vengo trabajando en Frog´s con el objetivo de juntar “baro”, como le llaman al dinero, y seguir mi recorrido por los incontables lugares imperdibles sobre los que me voy enterando con el lento andar de los días.

Además del gran contraste entre pasar más de un mes sin trabajar a jornadas de entre ocho y doce horas dentro de un bar en el que no se puede frenar casi en ningún momento, el cambio del ritmo y del entorno hicieron que a pocos días de encontrarme aquí me sintiera en un viaje nuevo, sin dudas una nueva etapa.

Una de las primeras fotos en Frog´s. Se acercaba la Navidad.

Una de las primeras fotos en Frog´s. Se acercaba la Navidad.

¿Cómo es Frog’s? Sin caer en las descripciones o imágenes que se pueden encontrar en Internet, me gustaría contar la manera en la que viven Frog’s quienes se encargan del servicio en el lugar, y cuáles son sus principales tareas. El eje de las actividades, además de una gran variedad de comidas y bebidas al estilo tex-mex (piensen en todo tipo de hamburguesas, tacos, burritos, enchiladas, y también platos con camarones y otros frutos de mar), es el entretenimiento. “Ven por la comida, quédate por la diversión”, dice uno de los slogans que se repiten en las diferentes pantallas que ostenta el gran local, ubicado en el centro mismo de la zona hotelera cancunense, nada menos que frente al renombrado Coco-Bongo y a una de las mayores filiales (actualmente en reparación) del Hard Rock Café. Muchas de las personas con las que hablé describieron a este sector de la ciudad como una imitación bastante bien lograda del espíritu de Las Vegas, meca del desenfreno ostentoso y controlado.

El eje es la diversión, entonces. Se vende buena comida y buena bebida, sí, pero sobre todo diversión. Y los encargados de concretar esa premisa son todos los integrantes del staff, con preeminencia de los meseros y sus ayudantes, los garroteros, entre quienes me encuentro. En Frog´s lo que importa es el desmadre. Hay que hacer desmadre, hay que molestar, hacer reír, asustar, poner incómodos y reconfortar a los invitados (como llamamos a los clientes); todo mientras se les toman los pedidos, se les sirve, se les mantienen limpias las mesas, se les recomiendan bebidas y postres, y se les cobra y se los despide. Los recursos son muy variados: hay una serie de coreografías que bailamos en un gran escenario; también hay carteles con frases como “Mr. Big” o “Mala copa” (mal machao’, diríamos en Catamarca) que ponemos detrás de las sillas, y pueden hacer llorar de la risa a cualquier gringo (norteamericano, canadiense) o paisano (mexicano) y dejarles media sonrisa grabada toda la noche.

En cuanto a las tareas más relacionadas con el servicio, como garrotero me encargo de la limpieza de las mesas de mi estación (tienen entre cuatro y seis mesas) y de ser la sombra del mesero, estar a su disposición para lo que sea. Las jornadas son largas, pero se pasan rápido por la intensidad con la que se está ahí adentro. Si bien ya estoy adaptado al lugar, no dejo de sentirme incómodo por ser un engranaje tan evidente de una industria de la alimentación y el entretenimiento con la cual estoy en desacuerdo, y en un establecimiento en el que el narcotráfico es una sombra que pulula por todos los rincones. Tomo este paso por Frog´s como un desafío y un aprendizaje importante relacionado con la humildad, el esfuerzo, la constancia y la capacidad de adaptación. Y mientras tanto sigo conociendo personas maravillosas y rincones inolvidables de este rincón que es un paraíso desvirtuado, pero que aún no deja de ser eso, un pequeño paraíso.

La nota completa, en Catamarca Actual.


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Una contradicción continua

Cuba comienza a cambiar en mi mente, a transformarse en otra cosa, algo más etéreo. Cuba comenzó a ser un recuerdo: un ladrillo en ese edificio de plumas que llamamos memoria. Y no quiero que se estanque ahí sin escribir sintiéndola aún tan cerca, pese a la distancia. Porque estoy en la ciudad de Cancún, uno de los paraísos mexicanos destinados al turismo internacional, pero me gustaría recuperar algunos testimonios para pensar un poco más a ese país tan poco común, tan único como el que dejé antes de que terminara el año pasado.

IMG_20141210_100213La sensación que más me acompañó durante aquellos días fue una especie de doble extrañamiento constante, por las cosas buenas y malas que ocurren en la isla. Hay lugares a los que es fácil catalogar, construir una opinión que más o menos nos cierre, y luego decir “tal lugar me pareció…” y soltar un par de frases que lo engloben sin demasiadas omisiones. Eso es imposible con Cuba, porque incluso entre cubanos del mismo estrato sociocultural las diferencias de opinión y miradas pueden ser gigantes. La familia Castro, por ejemplo, es uno de los ejes sobre los que giran las contraposiciones, y hasta el mismo Fidel puede ser motivo de los más grandes insultos por cualquier vecino.

Es en la vida cotidiana donde las contradicciones se ponen de manifiesto de modo más visible, más palpable para los visitantes. La inseguridad ni siquiera es una sensación, por ejemplo. En grandes áreas de La Habana prácticamente no existen zonas en las que uno peligre o sienta ante la posibilidad de un peligro. Muchas de mis caminatas transcurrieron durante la madrugada, por calles en completa oscuridad, zonas donde se evidenciaba una gran pobreza. Aún en esos extensos rincones habaneros donde cualquiera podría sentirse presa fácil, me sentí seguro, y en muchas conversaciones pude comprobar que la sensación era compartida. Sensación tan compartida como la escasez alimentaria que atraviesan grandes masas de cubanos, cuyas dietas se limitan a unos pocos productos frescos y una gran cantidad de arroz y otros granos y legumbres.

De esos claroscuros se alimentan las consideraciones en torno a Cuba. Recupero algunas visiones:

Delia es una vendedora de artesanías y recuerdos en un localcito del mismísimo centro de la Habana Vieja. Es el típico lugar pintado de blanco, y atiborrado con remeras con la cara del Che, boinas, maracas, cuadros súper coloridos. Trabaja de lunes a lunes, desde las 9 de la mañana hasta entrada la noche. Coincidimos en una máquina (los taxis compartidos de los que hablé anteriormente) y terminamos comiendo una pizza cerca de su casa. Ella está enojada con el gobierno, no entiende que haya tantos privilegios para los turistas, tan buen trato en los lugares de comidas o en los de vacaciones, y tan malos tratos para los locales. “Esto es el mundo del revés chico”, era la frase que repetía después de contarme, molesta, algunas de las dificultades que atraviesa. La más clara, tener que trabajar tanto tiempo para estar con lo justo, sin mayores placeres que las telenovelas de las noches y una que otra salida sólo muy de vez en cuando.

Es distinta la mirada de Danny Arévalo, estudiante de cine con quien hice buenas migas durante el festival cinéfilo que conté en el texto anterior. Para él, en la isla hay infinitas posibilidades, pero para aprovecharlas hay que ser muy creativo al momento de pensar cualquier iniciativa. Sostiene que con inteligencia y formación se pueden conseguir buenos trabajos o concretar proyectos que puedan ofrecer un buen nivel de vida para cualquiera. Las puertas de las universidades están abiertas para todos en la isla, algo que facilita el camino para todo aquel que esté dispuesto. En su caso, para solventar sus gastos Danny es colaborador en distintas producciones fílmicas que pueden ir desde un videoclip de una banda de salsa a la transmisión en vivo de algún evento de relevancia nacional. Se las arregla muy bien, Danny: es fotógrafo, editor, maneja la grúa y tiene nociones de director muy trabajadas. Es necesario un gran esfuerzo, uno sostenido, pero en su caso, la fórmula funciona, y por lo menos en un par de casos más también.

La persona que más defendió a Cuba durante mis consultas fue una española, Fe Corrocheno del Pino. La madrileña aceptó que la isla es “una contradicción continua”, pero valoró el sistema de salud y la calidad universitaria. “Puedes no tener chocolates, o que te falte tal o cual adorno, pero aquí no tendrás hambre, y si te enfermas tendrás un hospital y un profesional de primera que estarán a tu disposición por nada… ¡por nada tío!”, dijo con vehemencia. Fe vacaciona desde hace 25 años en la isla, y en ese diciembre estaba terminando una recorrida por todo el país. “Aquí la gente está viva y activa”, aseguró, golpeando con su índice en la mesa para darle un respaldo definitivo a su frase. ¿La casi total ausencia de Internet? Secundario a su entender, aunque yo disienta por la infinita cantidad de recursos que se pueden aprovechar en la red.

Decidí hacer esta pequeña recopilación de testimonios porque todavía me resulta muy difícil encontrar una definición propia sobre la isla. Debería estudiarla más, en primer lugar, y volver a ella unas cuantas veces. Pero de entre todo lo que recuerdo, las palabras del intelectual Roberto Fernández Retamar aún me parecen las que mejor se acercan a lo que es mi incipiente opinión: “en el socialismo el guión es muy bueno, pero la realización deja mucho que desear”. Tras el acuerdo con Washington de semanas atrás, quizás se pueda esperar una mejor producción para los cubanos. La isla, el gobierno castrista, están ante la posibilidad de un hito que podría superar a lo conseguido con la Revolución del 59. Habrá que ver cómo dirigen este capítulo que recién comienza.

La nota completa, en Catamarca Actual.


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Días de cine

Si estás dispuesto a ver, los viajes te enseñan muchas cosas, te muestran lo que podrías haber hecho mejor, lo que podrías cambiar y lo que podrías aprovechar de determinada situación cuando es irreversible. Me explico… A poco de llegar a la Habana caí en la cuenta de dos cosas: 1. El alquiler de mi habitación era carísimo, más del triple de lo que se podía conseguir caminando unas cuantas horas, y 2. Reservar diez días (y pagarlos) en ese lugar no sólo me limitó monetariamente, sino que me ató a la ciudad impidiéndome hacer salidas al interior de la isla, casi todas a más de cinco o seis horas, lo que me obligaba a hacer nuevos gastos para dormir que no estaba en condiciones de hacer (1).

¿Cómo hacer para que esa errata no se sintiera tanto y disfrutar de la Habana sin lamentaciones por no ir a Varadero, Viñales o Trinidad? Disfrutando lo que la ciudad tiene para mostrar. Aunque, en este caso, el verbo sería proyectar. El 4 de diciembre, cuando llevaba cinco días habaneros y veía disminuidas mis posibilidades de conocer nuevos lugares interesantes, comenzó el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, que por diez días plagó las carteleras de todos los cines de la capital.

Cuba 3

El menú inevitable entre película y película: una o dos pizzas, y a las siguiente función. Me acompañan Alejandro Calero y Danny Arévalo, hoy desconocidos amantes del cine. Confío en que pronto serán grandes realizadores.

Casi todas las salas –construcciones viejas, grandes, ninguna con menos de 200 asientos y una, la del cine Yara, con más de 500 localidades– se ubican en un rango de veinte cuadras y todas, sin excepción, exponían películas desde las 10 de la mañana hasta las 0:30 del día siguiente. Cuando me enteré de esa novedad (un cartel gigante la anunciaba frente al cine Riviera, uno de los que más visité en esos días), no podía creerlo. Como uno de los tantos cinéfilos que Córdoba engendró, me había ido de Argentina con la penosa noticia, en tierras doctas, de que el Cine Teatro Córdoba (una joya de las salas independientes) cerraba para dejar lugar a un proyecto nuevo, aún con destino incierto en materia de cartelera. Y toparme con “tremenda panzada audiovisual” –como dijo uno de los organizadores del festival– fue un regalo demasiado bueno para mis expectativas.

Desde que supe del festival, mis días fueron una seguidilla de película tras película, con altos y bajos, con un par de bodrios insufribles –uno de ellos argentino, lamento reconocer– y con algunas piezas sublimes. Pero una vez más, lo que hizo verdaderamente disfrutable a todo aquello fueron las personas que me crucé, y con las que comencé a hacer una suerte de maratón cinéfila que incluía largas críticas a cada pieza que veíamos. Todos ellos son estudiantes de distintas carreras relacionadas al cine o las artes plásticas, y las charlas que salían de ese pequeño grupo le daban al festival un sentido más rico y sabroso (2).

Ese mago llamado Roberto Bolaño

Además de pasárnosla caminando de un cine para otro, en algunos casos corriendo por lo apretado del programa, por la noche compartíamos las fiestas que daban los organizadores en Río Esperanza, un bar escondido en medio del barrio del Vedado. Tanto tiempo compartido me llevó a estrechar relaciones con varios de las chicas y chicos con los que disfrutábamos del festival y a conocer muchas de sus inquietudes y proyectos. A través de ellos también supe de un fenómeno digno de un cuento, o de un corto cinematográfico. Cuando hablábamos sobre literatura muchos de ellos pronto llevaban sus elogios y preguntas a Roberto Bolaño, escritor chileno reconocido por su gran literatura y por su espíritu viajero, que lo llevó por distintas partes de nuestro continente y de Europa, donde terminó su vida hace poco más de una década (3). Y la recurrencia de los comentarios sobre su manera de escribir, y específicamente a una de sus grandes novelas, Los detectives salvajes, me llevó a preguntarles por la razón de tanto fanatismo. “Todos la estamos leyendo”, me contó Calero.  Pensé que se trataba de algo así como un club en el que cada uno tenía su libro y se juntaban a disfrutarlo de cuando en cuando, pero fue el mismo Calero el que me explicó que esa lectura colectiva no era a través de varias ediciones, sino a la rotación de una sola que pasaba de mano en mano a medida que la iban terminando. Uno de los chicos, incluso, me contó lamentado que tuvo que pasar su turno porque no tenía tiempo de leer cuando el libro estaba con él, y ahora no veía las horas de poder ver a Los detectives en sus manos otra vez.

Al saber de este hecho mágico, de ese pedazo de literatura que se desarrolla en Cuba en este mismo instante, no pude evitar pensar desde el bibliófilo que tengo adentro y prometerles el envío de una edición nueva de ese libro apenas pueda conseguirlo aquí en Cancún. Espero concretar esa promesa cuanto antes y seguir multiplicando la horda de bolañianos sedientos de gran literatura.

1. Cuba es un país comunista, eso lo saben todos. Pero lo que pocos intuyen es que uno de los puntos en los que esa herencia rusa se manifiesta es en la rigidez de su policía y su ejército. No se puede dormir en las terminales, no se puede dormir en las calles, así que en este punto del viaje decidí ser precavido y mantener mi bolsa de dormir guardada para otros momentos… y debo aceptarlo, el miedo del comienzo del viaje también jugó sus cartas.

2. Recomiendo las películas que más me gustaron: Las cubanas “Conducta” y “Fátima” son lo mejor que vi de las locales. Y “El gran cuaderno”, de Hungría, fue lo más disfrutable del festival. No fui a verla en estos cines, pero supe que “Relatos salvajes” fue aplaudida de pie y a sala llena en todas las salas donde se proyectó.

3. Esto de las notas aparte puede ser molesto, pero necesito agregar esta, porque Bolaño es uno de mis escritores favoritos (el podio varía todo el tiempo pero lo tiene siempre adentro). A fines de 2008 entré en una loca carrera de lectura de sus libros, que me llevó a un fanatismo que se mantiene hasta hoy, aunque más solapado que cuando era un “proselitista bolañiano” que cansaba a todo el que se cruzara conmigo hablándole sobre sus textos. Reencontrarme de esta manera con su obra, con los hechos que genera su obra, fue poco menos que mágico para mí. Esta es una historia de las tuyas, Roberto, espero que la disfrutes donde quiera que estés.

La nota completa, en Catamarca Actual.


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Las cuatro primeras…

La falta de Internet me impidió ir subiendo las primeras crónicas, que se publican en el sitio Catamarca Actual. Aquí está una puesta al día. Espero que las disfruten.

«El Corsa amarillo avanzaba a toda velocidad por la avenida que lleva al aeropuerto internacional Pajas Blancas, en las afueras de la ciudad de Córdoba, y la urgencia del motor se parecía a la que había en mi cabeza unas horas atrás, cuando todavía no estaba armada la mochila…» Nota completa.

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«Uno de los libros que traje conmigo se llama Free play: la improvisación en el arte y la vida, y entre las muchas sugerencias que da su autor, Stephen Nachmanovitch, está la de vivir con misticismo no desde algún sistema de creencias religiosas, sino desde la experiencia personal y directa. Estar atento a las señales, entregarse a lo que dicte la intuición, saber leer los mensajes que se tejen a nuestro alrededor. Si bien estoy abierto a ese tipo de vivencias, no pensé que sería alcanzado por estos guiños del universo a tan poco tiempo de haber llegado a La Habana…» Nota completa.
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«El club de jazz Bertolt Brecht, con su techo bajo y su escenario apenas unos centímetros por encima del público, era un estallido de gritos y gente bailando al ritmo de Interactivo, una de las bandas más respetadas y que mejor suena en toda La Habana, un proyecto colectivo al que están invitados músicos de primer nivel, en una combinación de juventud y experiencia siempre fluctuante. Interactivo, con un jazz potente y marcado por el ritmo de piano, maracas y tumbadoras, hacía vibrar a las doscientas, doscientas cincuenta personas que nos amontonábamos para estar cerca de las cuatro voces –tres mujeres, un hombre– y del despliegue colectivo de los instrumentos…» Nota completa.
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«Los hechos por la reanudación de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos ameritaban, cuando menos, esa pequeña mención que les trasmití en mi anterior relato, y en el que -sin dudas- no pude incluir todos los sentimientos que me rodearon durante esa histórica jornada que, afortunadamente, tuve el privilegio de vivir personalmente en La Habana…» Nota completa.


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El negro cordobés

La publicación de Odisea del cangrejo y La milicia del diablo invitan a un abordaje del género policial que se escribe actualmente en nuestra provincia

 

“El género negro parece ser el campo en el que se libran las batallas más cabales en esto que podríamos llamar la operación rescate de la realidad”. El planteo del escritor catalán Sebastia Jovani, expuesto meses atrás en una conocida publicación de tirada nacional, invita a centrar la mirada en esa rama literaria que cuenta con una larga tradición en Argentina, pero con un poco conocido –y aún menos analizado– universo de obras en la provincia en la que la policía es un eslabón del narcotráfico, los crímenes aberrantes se naturalizaron tanto como la inflación, y donde se afirma que funcionarios del más alto rango son versiones vernáculas de los mafiosos más siniestros.

Si las sociedades fragmentadas y los gobiernos corruptos son el mejor caldo de cultivo para la novela policial, éste no puede ser un escenario más propicio para escribir en clave negra.

Abordar la historia del policial escrito en Córdoba excedería estas líneas, pero resulta interesante recordar el inconseguible Casos policiales, publicado en1912. Este libro de Vicente Rossi (firmado bajo el seudónimo William Wilson) es considerado el primer volumen de relatos del género en el país, y su autor, un montevideano que llegó a Córdoba a fines del siglo XIX, fue rescatado en la antología Cuentos policiales argentinos que Jorge Lafforgue preparó para Alfaguara en 1997. (Una pequeña incursión en Internet permitirá al lector curioso leer el cuento “Los vestigios de un crimen” en una versión online de la Biblioteca Nacional.)

López y Llamosas

Después del uruguayo Rossi fueron muchos los que continuaron ampliando los límites del género que parió la pluma de Edgar Allan Poe. Por eso, y para no caer en un listado de los (no pocos) que produjeron buenas obras dentro de este linaje, abordaremos dos títulos recientes de Fernando López y Esteban Llamosas, escritores con una vasta trayectoria y un marcado gusto por esta vertiente literaria.

En el caso de López se trata de la reedición de Odisea del cangrejo, novela que resultó finalista del premio Planeta Argentina en 2004 y que en mayo de este año publicó El Emporio. Con un estilo alejado de la clásica novela de misterio o de detectives, el experimentado escritor oriundo de San Francisco crea una voz singular para poner en marcha la narración. El juez Barón Roca, postrado en la cama de un hospital y debatiéndose en una lucha constante contra la muerte, recuerda –sin poder manejarlo, sin un orden cronológico– episodios de su vida. Recorre así los años de su juventud como militante de izquierda, el inicio de su primer amor y los encontronazos con la maquinaria represiva que se enseñoreaba en Córdoba a fines de los ’70.

Como en casi todos los textos de López, el contexto político y las relaciones familiares marcan fuertemente el desarrollo de los hechos, aunque el registro intimista de los pensamientos del juez sea lo que da el tono a esta novela. La pregunta “¿Se puede retroceder tanto en la vida hasta cometer un crimen?”, puesta casi como subtítulo en la tapa de esta edición, sobrevuela a lo largo del texto, pero recién la entenderemos 200 páginas después del inicio, cuando la imagen que nos habíamos formado de Alejandro Barón Roca sea demasiado completa como para no sorprendernos, quizás hasta la decepción, con un personaje respetable y, sobre todo, querible.

Muy distinto es el entramado que se despliega en La milicia del diablo, quinta entrega de los casos del detective Manuel Lespada, la saga con la que Llamosas dice divertirse muchísimo y con la que busca ironizar, parodiar, o más llanamente, “acordobezar” al recordado Sam Spade, detective creado por Dashiell Hammett, uno de los gigantes del género. Lespada y Cherkavsky –su eterno ayudante, ahora devenido en socio–, desde su oficinita en la avenida Colón deberán atender dos casos diferentes: por un lado, la protección de un peluquero amenazado ante la posibilidad de desbancar al secretario general del gremio en un importante torneo; y por otro comprender las misteriosas apariciones de Maitreya, un ser sobrenatural que atormenta a una viuda inestable y triste.

El intento de parodiar a Spade es incompleto, sin embargo, porque en realidad lo que Llamosas consigue es una versión nueva, otro tipo de detective, aunque el molde –enfatizado en la vestimenta y cierta desolación de Lespada– sea el del protagonista de El halcón maltés.

Seguir a Lespada por las calles del microcentro o adentrarse con él en barrio Argüello; verlo enfrentarse a los grandes ladrones de la industria edilicia cordobesa, ubican al lector en un mundo conocido, cerca de las vibraciones y los sonidos de una ciudad que no resulta lejana, como sí puede serlo un boulevard californiano. Más que la parodia o la renovación de situaciones risibles, lo que entretiene y amarra en este libro (también en los anteriores de Llamosas) es la puesta en escena de la ficción en los lugares por donde transitamos todos los días. Esa rara sensación, tan difícil de encontrar, es la que activa otro tipo de compenetración con el relato, y colabora para conseguir una verosimilitud tan profunda que parece desvanecerse en la construcción de una crónica verídica. Porque claro, si estamos en el lugar donde el capo más capo de la Policía maneja los hilos de la delincuencia, ¿cómo no creer que un detective que trabaja en Colón 22 se enfrenta con estafadores que buscan empernar a un grupo de ancianas desde la torre Capitalinas usando a un raro tipo de Anticristo?

Pero no basta, claro está, con ubicar a los personajes en la Cañada para hacerlos creíbles. La destreza de Llamosas reside en tener muy internalizado cómo son sus protagonistas, qué piensan, cuándo cambian de humor. No tiene necesidad de construirlos; sólo tiene que sintonizar con ellos y dejar que fluyan al ritmo de los hechos. Y en esta nueva entrega, además, suelta una verdad que es irrefutable en Córdoba y en todo el mundo: “hay tipos que no necesitan escapar, porque siempre estarán a salvo de todo”.

Hoy y mañana

El género negro se expande, se busca, se reproduce y crece de maneras insospechadas pero sostenidas. En Córdoba, si bien aún no tiene esa horda de seguidores que se hace visible en festivales como los que hay todos los años en España, Colombia, o en Mar del Plata y la Capital Federal, el acercamiento a ese estilo más directo y crudo de reflejar el mundo que nos rodea va creciendo poco a poco. A fines del año pasado, la revista PALP llegó a las librerías locales para tentarnos con el gótico, el terror, y en los dos primeros números hubo textos policiales que capturaron a muchos. En lo que va del año, no menos de cinco títulos de este género se publicaron por sellos de aquí, y se espera para los próximos meses el lanzamiento de una colección que promete mostrar lo mejor del país, desde una editorial cordobesa, como ya lo hicieron la Eduvim y Del Copista, con novelas que aún son buscadas y siguen cosechando premios.

En los próximos días, del 10 al 12 de septiembre, se realizará en nuestra ciudad el Córdoba Mata, la primera edición de un festival que pretende convocar a los mejores exponentes de nuestro país y el mundo. Será una buena oportunidad para escuchar a López, a Llamosas y a muchos otros escritores que hacen de este género no sólo una pasión sino una manera de construir nuevos horizontes literarios.

Algo así como una operación rescate de la realidad.

(Publicado en septiembre de 2014 en la gaceta de crítica Deodoro)


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Se trata del Mal

Y de repente y sin esperarlo, aparece Gonçalo Tavares. Como otras perlas desconocidas y lejanas, la escritura de este portugués llegó a nosotros por Letranómada, editorial con pocos años pero con un catálogo que no para de crecer, evidenciando una apuesta cada vez más clara por lo singular y lo bello. Apuesta por lo bello no sólo desde la estética de las obras, que en el caso que analizamos ahora, Jerusalén, no deja dudas sobre su condición. La belleza de Letranómada se aprecia también en el formato de los libros; el trabajo con la portada y la configuración interna dan como resultado unos volúmenes tan atractivos que es difícil dejarlos de lado cuando los vemos. Y apuesta por lo singular también desde la edición, que transmite un cuidado obsesivo que se agradece por la –casi total– ausencia de errores, algo inusual en los tiempos que corren.Jerusalén

La amabilidad de lo dicho hasta aquí servirá, paradójicamente, para entrar en otro territorio, uno mucho más oscuro y denso. Porque este libro de buenas hojas y páginas ágiles contiene en su interior la búsqueda, el surgimiento y el triunfo del Mal. Aquí va con mayúsculas porque su presencia a lo largo del relato lo transforma en el personaje principal, el titiritero detrás de escena, la sombra que le dicta al narrador por cuáles senderos conducirnos a nosotros, anhelantes y temerosos lectores.

El narrador aquí, omnisciente y frío –pero presto a revelar los rincones más íntimos de sus criaturas–, es Tavares, autor de un estilo personalísimo y distinguible a la legua, un constructor del detalle y un gran administrador del suspenso y la pausa, usada a veces en momentos tan inesperados que puede resultar molesta. Si hasta ya lo retó Saramago, cuando le entregó el premio que lleva su nombre: “no tiene derecho a escribir tan bien a los apenas 35 años. ¡Dan ganas de pegarle!”. Era 2005 y se refería a Jerusalén, la “más intensa” de las novelas que componen la serie El Reino, donde el portugués al que dan ganas de pegarle de lo bien que escribe se adentra, con lentitud y un plan diseñado para construir asombros, en la alienación y el mal.

En las primeras líneas encontramos a Ernst en una habitación oscura, junto a una ventana que invita a probar el vértigo de la caída, y un teléfono que suena y suena. Todo preparado para un suicidio que no ocurrirá, porque recién comenzamos y aún es temprano para muertes. Y Ernst contesta y de inmediato –transcurrieron apenas cuatro líneas– ya estamos conociendo a Mylia, que pondrá en movimiento la historia y será uno de los ejes sobre los que avanzará el argumento.

Tavares

Gran parte de la producción de Tavares fue editada por Letranómada.

Con la rapidez con la que Ernst apareció y se esfumó, así van surgiendo todos los personajes que pueblan estas páginas. Es muy interesante la manera fragmentaria en la que se nos muestra a cada uno de ellos en vistazos breves, muchas veces solos, aunque ya se intuyen hilos conectores que veremos con claridad más adelante. Como si se tratara de un director de cine trabajando en la deconstrucción del relato, armando secuencias de toma corta tras toma corta tras toma corta, así avanza Tavares, exponiendo diferentes capas cada vez, haciéndolos ir y volver a escena con naturalidad y en el instante más indicado. Si la forma es la trama, y si la trama es un tejido, podemos adosarle a esta novela la textura de un sweater de hilo, de esos a los que se les puede distinguir con claridad la materia prima pero que no llegamos a explicarnos cómo pudieron hacerlo. “Es un trabajo de la san puta”, solemos decir sobre la prenda, y lo haremos también sobre este texto.

Hablábamos del Mal, pero para volver a él quizás sea necesario, ya mismo, introducir a Theodor Busbeck, ex esposo de Mylia y otro de los protagonistas humanos (reina el Mal, no lo olviden) en este entuerto. Porque en Jerusalén todos los personajes, a su manera, tienen al dolor como guía y compañía inevitable, pero Busbeck se destaca no sólo por los avatares con que la vida lo golpea, sino también porque su carrera científica, relacionada al análisis de la mente, está dedicada por completo al estudio del horror (o de ya saben quién) provocado por la humanidad. Salvo una “T” mayúscula, no hay nada concreto que nos haga pensar en esto, pero las conclusiones a las que va arribando Theodor en sus extensas investigaciones pueden considerarse las que Tavares fue acumulando con estas novelas, y hacer de la indagación del personaje una vía reflexiva del creador. “El progreso depende sólo de la velocidad del mal y de las respuestas que éste provoca, murmuraba para sí mismo”, escribe Tavares sobre Theodor, y la diferencia que los separa –porque uno no existe sin los tecleos del otro– parece quedar reducida a antifaz para decir verdades.

Esa energía negra –término que robamos de una de estas páginas– que recorre todo el libro y lo sobrecarga de golpes, abortos forzados, secretos, mentiras y otros elementos igual de siniestros, hacen pensar que Jerusalén puede incorporarse al expansivo género negro, aunque el autor no persiga la credencial que comenzó a entregarse desde que los primeros émulos de Chandler y Hammet se multiplicaron por el orbe. Resulta enriquecedor cuando alguien se mete de lleno en el género sin buscarlo ni apelar a los mecanismos, herramientas y tipos de personajes que lo conforman. Es enriquecedor y saludable, porque cuando eso ocurre es cuando las fronteras de la novela negra, siempre difusas, se ensanchan aún más, mostrando, como en este caso, que al abordaje del Mal nunca le sobrarán obras.

Y no, permítanme un párrafo más que aún no me voy. Porque sobre estos libros, los excelentes, siempre quedará algo más por decir. Pero quiero que no lo lean aquí, sino allá, en Jerusalén. Algún día extraño rondarán los estantes de una librería, y puede que se topen con ese lomo amarillo con letras negras. Agarren al bicho, presten atención a lo que quieran, y cuando estén listos vayan al capítulo XI, página 95. Comiencen por ahí. Si terminan ese capítulo, estoy casi seguro, saldrán con el libro en sus manos. Lo hayan pagado o no.


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El devenir paranoico

El italiano Luigi Zoja, psicoanalista de vasta trayectoria como terapeuta, académico y escritor, vio una zona oscura en la disciplina que lo apasiona: la paranoia colectiva fue dejada de lado por los estudiosos de la psiquiatría y la historia. Analizada en casos individuales, la paranoia clínica fue y es desmenuzada alrededor del planeta, pero en su versión social, entremezclada en la masa y la cotidianeidad, se escabulle, desaparece, “cae en la categoría de los acontecimientos sin nombre”. Para subsanar esta carencia, Zoja expone la manera en que la “locura más lúcida” moldeó las mentes de millones de personas, y provocó la muerte de muchas más. Lo hace a través de un libro cuyo título no puede ser mejor: Paranoia. La locura que hace historia.

ParanoiaEl juego de palabras puede parecer una exageración para multiplicar las ventas, pero el abordaje multidisciplinario realizado por Zoja –con preeminencia del análisis psicológico y la reconstrucción histórica–, pronto lleva a compartir con el autor que “la paranoia podría afirmar con todo derecho: ‘La historia soy yo’”. Tremenda sentencia se asienta en la reconstrucción de innumerables acontecimientos que marcaron el devenir de la humanidad, pero que hasta ahora no habían sido analizados desde la perspectiva que este autor emplea para explicar su irrupción.

Consciente de la osadía de su apuesta, Zoja inicia su texto haciendo una amplia revisión de la paranoia como enfermedad. Ese primer capítulo, que sirve como marco necesario para lo que vendrá –y hace al libro accesible para el público no especializado–, invita a la relectura y también a su publicación en soledad, como un libro desgajado que podría de llamarse «¿Qué es la paranoia?». Esa pregunta queda saldada en estas páginas, donde se plantea la dificultad que acarrea este padecimiento. Porque si de por sí resulta complicado distinguir a un paranoico individual, ¿cómo detectar la paranoia colectiva cuando ya está teñida por el velo de la normalidad? Desde los primigenios mitos griegos, hasta las medidas de control migratorio adoptadas por Europa en los últimos años, Zoja expone cómo los nucleos delirantes, la coherencia absurda, la inversión de causas y otros elementos que conforman la construcción lógica paranoica están tan presentes como las motivaciones económicas, y son más determinantes. El problema reside en que la paranoia se asienta sobre reflexiones, se edifica a través de pensamientos bien estructurados. No importa cuán errado sea el origen de la maquinaria deductiva; una vez iniciada, la paranoia la mantendrá indiscutible.

Cuando se piensa en paranoia y en historia, es fácil llevar la mente a líderes como Hitler o Stalin. Y sí, Zoja expone las grandísimas dosis paranoicas de estos y otros provocadores de catástrofes humanas. Pero para mostrar cómo la paranoia puede asentarse en las sociedades y llegar a ser invisible, el autor reconstruye los orígenes de una de las cargas más pesadas que Europa trajo al mundo: el nacionalismo. Su consolidación en la organización política planetaria esconde el impulso paranoico que le dio origen, y sigue provocando muertes hasta el momento en que se escriben estas notas.

(Publicado en junio de 2014 en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur)


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Hacia los orígenes de Cuba

Padura es hoy mundialmente conocido por su serie de policiales protagonizados por el detective Mario Conde y por El hombre que amaba a los perros, novela que lo ubicó en ese selecto grupo de escritores que gozan de reconocimiento masivo a la vez que son respetados por colegas y críticos. La prosa de este cubano siempre afincado en Mantilla pasa su hora más alta. Por estas razones, El viaje más largo llega en un momento propicio para la difusión de una obra esencial, y casi desconocida, de quien supo integrar una renovadora generación del periodismo en la isla más conocida del Caribe.

Viaje más largoCorría 1980 cuando un joven Padura, recién egresado de la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana, halló su primer destino laboral en El caimán Barbudo, revista donde publicaban los jóvenes creadores cubanos. Pero los experimentos que se ejecutaban allí duraron poco, y en 1983 Padura y otros compañeros fueron enviados a Juventud Rebelde, donde se suponía que los reeducarían ideológicamente. Lo que parecía una operación de adoctrinamiento, no obstante, resultó todo lo contrario, porque la dirección del diario encomendó a los recién llegados la misión de hacerlo más atractivo, y para eso les brindaron las condiciones con las que sueña todo periodista: tiempo ilimitado para las entregas, todo el espacio que requiriesen los textos, recursos para viajar por el país y libertad para elegir los temas. Lo que iba a ser un corsé ideológico se transformó en un trampolín de privilegios impensados.

De aquellos años son los escritos compilados en este volumen, que ostentan la profundidad, dedicación y multiplicidad de abordajes que se espera del mejor periodismo, a través de una mano que ya se mostraba nutrida de gestos narrativos. Se ha dicho que estos escritos están construidos “a contrapelo de los cánones propuestos por la memoria oficial”, pero más que una discusión con las concepciones desde las que replantear el pasado, Padura entra de lleno en esa “cubanía extraviada” que menciona el subtítulo del libro a través del viaje hacia los orígenes del país, a los confines de una conformación sociocultural que se gestó a lo largo del siglo XIX, con la influencia de catalanes, chinos, franceses, norteamericanos y otros migrantes que arribaron a las costas cubanas para mejorar sus vidas y multiplicar las características de una nación. El Padura que sabe exponer las mayores flaquezas pre y postrevolucionarias aquí está en segundo plano, y tiene preeminencia el descubridor embelesado, el nostálgico que rescata con la mayor rigurosidad posible los lugares, personajes y recuerdos de “un mundo que se acaba”.

Además de la perlita que es el texto sobre Walsh –el único que no es de los 80–, las crónicas sobre la muerte del proxeneta Alberto “el Rey” Yarini y sobre los orígenes del ron Bacardí muestran lo mejor de este joven que ya deja entrever hacia dónde irán sus trazos. Y convalida la definición que la Guía de la novela negra, del apócrifo Malverde, brinda sobre Padura: “lo más importante es que es un hombre inquieto, que se hace preguntas, un hombre que, viviendo donde ha vivido y leyendo como ha leído, no puede más que asediar el concepto de utopía con uñas y dientes”.

(Publicado en abril de 2014 en Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur)


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Lecciones para otra vida

“Leñador es una novela sobre la quietud, la certeza y la textura de las cosas.”

Pocas veces la frase de una contratapa es tan acertada como la que acaban de leer. Quince palabras son suficientes para sintetizar este coqueto mamotreto de 520 páginas que, ya lo saben, se llama Leñador y es una obra (por ahora no diremos novela) de Mike Wilson, nacido en Estados Unidos y criado entre Chile, Paraguay y Argentina, y que actualmente trabaja como catedrático de Letras en la Universidad Católica del país de los Parra.

LeñadorBien; se nos habla de quietud, certeza, texturas… y eso es lo que encuentra el protagonista de este viaje, un tipo que combatió en la Guerra de Malvinas y que, abatido tras el fracaso “en las islas y en el ring”, buscará dejar atrás su pasado y se irá bien lejos, a un campamento de leñadores enclavado en pleno Yukón, extremo noroeste de Canadá. Ahí vivirá experiencias únicas, aprendizajes sólo realizables en ese contexto alejado, silencioso y a la vez cobijante. Lo mágico de su travesía, que también es lo mágico del libro, es la tarea que emprende apenas llega a ese rincón más poblado por árboles y animales que por personas. Porque el protagonista lo es porque narra sus días, pero sobre todo por la manera en que elige hacerlo: el centro de su escritura es el entorno. Se empeña en descripciones minuciosas sobre las herramientas que emplean los lugareños y sobre sus variantes y modos de uso; avanza amontonando datos sobre animales y plantas, sobre sus costumbres, y también sobre las costumbres, mitos, tradiciones y mañas de sus compañeros de campamento.

Sólo de a ratos, como pequeñas islas en un lago de aspiraciones enciclopédicas, aparecen sus acciones, su visión sobre las vivencias, sus recuerdos, su sentir. Son momentos de un trazo más transparente y de menos peso, siempre más cortos, más concretos, pero también más intensos. Es la combinación de estos planos tan distintos, aunque íntimamente relacionados, lo que hace de Leñador una máquina de teletransportación para quien firme el contrato de lectura que Wilson propone. Siguiendo al narrador, prestando atención a los detalles que emplea para enseñarnos el correcto uso del hacha o la mejor manera de mantener con vida las extremidades durante el invierno, entre las cientos de lecciones incluidas aquí –si hubiera más espacio transcribiría íntegras la receta del guiso y la de la elaboración de Guinnes, la cerveza negra que preparan los leñadores–, no podremos evitar percibir un súbito traslado a otro lugar, a otro estado de las cosas, a otra dinámica de lo cotidiano.

Está entre hombres que “respetan pero no temen la naturaleza”; muy por el contrario, su conocimiento es tan profundo que la cercanía es tan inapelable como la relación que nosotros tenemos con los colectivos, los semáforos, los ascensores y la dureza del suelo que pisamos a diario. Pero aquí no hay enfrentamientos ni choques: hay compenetración, entendimiento, interacción simbiótica, organismos entrelazados. “Me desplazo y cambio, y el bosque cambia porque yo he estado en él y yo me transfiguro porque el bosque ha estado en mí”, expresa este hombre sin nombre a quien se llega a conocer tanto y que, dejando de lado comparaciones literarias que podrían ser forzadas, recuerda al protagonista de Grizzly Man, Timothy Treadwell, quien fue matado por un oso pardo durante una larga y documentada estadía junto a esos gigantes en Alaska. El paralelismo sólo llega hasta ese deseo de internarse en medio de la naturaleza, recurrir a ella para huir, porque quien escribe en Leñador tiene bien en claro que los osos son eso y no “hermanos” o “amigos”, como anhelaba Treadwell.

¿Qué busca el narrador? Hay un atisbo de sus intenciones, que nos dejará por fin decir que esto es una novela. “Quizás ante la obsolescencia de un texto éste se vuelva literatura, se vuelva arte. El manual, el almanaque, la guía, pasa a ser novela, una novela dotada de una honestidad brutal sin artificio, sin pretensiones ni ambiciones literarias, sin ánimo de vanguardia ni de experimentación, simplemente un texto libre de espejismos.” Pero ahí hay algo que se nos va, un pequeño engaño. Porque sí, podemos decir que estamos ante un manual, una guía, pero la honestidad brutal de la novela, la falta de artificio, no son tales, ya que lo que Wilson hace –y que encubre detrás de un gran narrador– no es otra cosa que armar una ficción gigante. Realista, sí, detalladísima y enciclopédica, sí. Pero teje un argumento sobrecogedor que se encuentra montado en cada frase, sea ella un recorrido por la historia de los eclipses o un registro sumario de la alimentación de las ardillas.

Hay, con todo, una falencia a lo largo del texto. Pero me limitaré a decir que existe y no la describiré porque se trasluce aquí, y se hace más evidente durante la lectura de la novela.

Este artículo fue escrito, por si hasta aquí no quedó claro, para crear lectores de Leñador, adeptos que gozarán porque otra clase de historia transcurre ahí adentro. No una de aventuras, ni de fantasía, tampoco de misterio. Adentro espera, agazapado, el devenir de un hombre que de tan bien fraguado se confunde con una vida.

 

 Publicada en Chile por Orjikh Editores, Leñador se puede conseguir en orjikheditores.wix.com/orjikh